viernes, 5 de enero de 2018

Viernes de República.

Hoy es viernes, y no me ha apetecido - raro en mí - subirme en los tacones (la mayoría imponibles, según mi amiga R., a la que le mando un saludo desde aquí, porque sé que está al otro lado, leyéndome atentamente). Así que, ante la falta del tráfico habitual para llegar al trabajo, me he levantado media hora más tarde (¡oh yeah!), me he calzado unas Converse All Star, y he llegado quince minutos antes de mi hora de entrada. Ojalá todos los días fueran así, porque me como unos atascos que no se los deseo yo ni a mi peor enemigo.

Pero hoy no es un viernes cualquiera. Recuerdo cuando era niña (hace unos añitos de nada), pasar este día de los nervios esperando a que mis padres me llevasen a la Cabalgata (hasta la fecha, no me he perdido ni una), a mi abuelo cogiendo caramelos a lo loco (en serio, es un auténtico profesional), y llegar a casa y vaciar nuestro dulce botín encima de la mesa de la cocina. Caramelos, por supuesto, que nadie se comía. Se los dejábamos a los Reyes, junto con unas galletitas y unos vasos de agua para los camellos, a ver si había suerte y se los comían. Pero ni los Reyes Magos se comen sus propios caramelos. Mala señal. Al menos, no se molestaban mucho por dejarles los mismos caramelos que ellos nos habían dado en la Cabalgata, y dejaban el salón lleno de regalos. 

La noche del 5 al 6 de enero, además, era una noche que se dormía poco, pese a que te ibas a dormir súper pronto. Sobre todo, desde que apareció mi hermano en escena, que estoy segura de que no pegaba ojo en toda la noche, y a unas horas intempestivas venía a saltar a mi cama gritando que habían venido los Reyes, y corriendo por el pasillo, en pijama, despertándonos a toda la familia (y si me descuido, a todo el vecindario). Nos levantábamos, abríamos los regalos, lo flipábamos (salvo aquel año en el que, siendo todavía hija única, los Reyes Magos, me trajeron un montón de cuadernos de caligrafía, por lo que les guardé rencor bastante tiempo), y volvíamos a acostarnos. Teníamos todo el día para jugar. 

Cuando nos levantábamos por segunda vez, a una hora normal, mi madre estaba en la cocina, con el chocolate a medio hacer, y los churros calentitos. Era una mañana muy feliz siempre, porque nos sentábamos todos juntos a desayunar, y luego teníamos todo el día para jugar, escuchar los discos, ver las pelis, o utilizar lo que fuera que nos habían regalado Sus Majestades (el año de los cuadernos de caligrafía, ese día de Reyes, pasé de ellos olímpicamente, aunque mi madre me obligó a hacerlos todos, bajo la amenaza de que los Reyes me estaban vigilando, y que tomarían represalias de cara al siguiente año. Bendita inocencia).

Y de postre, el Roscón de mi madre. No tengo ningún adjetivo válido para describirlo correctamente y que os hagáis una idea... Sobre todo, los trozos con naranja confitada, mis favoritos, sin duda, ¿eh mamá?

Pero hoy no voy a ir a la Cabalgata, y mañana no me despertará mi hermano, ni va a haber regalos, ni tampoco desayunaré chocolate con churros, y mucho menos me comeré uno o cinco trozos del delicioso Roscón de mi madre. Hoy saldré de trabajar, saldré a cenar con M. (si le apetece y está con fuerzas), y me acostaré, como cada día, después de leer un rato en compañía de Rigodón. Es la primera vez que paso este día lejos de mi familia, y, siendo honesta, no sé cómo me siento al respecto. 

Espero que a vosotros, que seguro que, a diferencia de la abajo firmante, sí os ha dado tiempo a escribir la carta, los Reyes Magos os traigan todo lo que habéis pedido, y si, como leí el otro día no sé dónde, os traen carbón, que lo acompañen de unos chorizos, churrasco y demás, para hacer una buena parrillada.

¡Ah! Y cuidado con los caramelos, que pueden convertirse en mortíferas armas arrojadizas en manos de pajes psicópatas.

I.











No hay comentarios:

Publicar un comentario